Resulta extremadamente complicado para mí, como padre, plasmar estas palabras. No puedo evitar pensar que, ante ciertas circunstancias, hubiera reaccionado movido por el odio y el deseo de venganza. Muchos padres y madres nos hemos puesto en la situación de ver a nuestros hijos o hijas las atrocidades que ya todos hemos contemplado.
Durante el régimen nazi, existía una directriz entre los altos mandos: exterminar también a los hijos de nuestros enemigos. Frente al interrogante sobre el motivo, la respuesta era implacable: “Al crecer, buscarán vengarse”.
Pero yo os digo a los que me escucháis: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Evangelio de Lucas 6, 27-28
El odio arraigado desde edades tempranas puede oscurecer la humanidad en nosotros, nos convierte en animales irracionales, sin empatía y remordimiento. Una persona marcada por el rencor desde su infancia es propensa a desarrollar un único propósito en la vida: la venganza, que dista enormemente de la justicia y la razón.
La acción impulsada por un odio visceral simplemente perpetúa ese sentimiento a lo largo del tiempo. Generación tras generación, ese rencor se incrusta más profundamente en la sociedad, desatando un ciclo interminable de represalias y venganzas.
“No matarán a sus hijos por temor a la pobreza, Yo me encargo de su sustento y el de ellos”. (Corán 6:151)
El ciclo es tan letal que, siguiendo la lógica de “eliminar a toda su descendencia”, tendrás que matarlos a todos, puesto que, solamente bastará una persona viva en el odio de la venganza para propagar este a lo largo de generaciones ¿Quién hará eso?
Hoy, somos testigos de actos de violencia inimaginables, bebés decapitados y niños asesinados con una crueldad desmedida. Unos mueren con el cuchillo, otros por las bombas.
Ningún Dios aceptará jamás que asesinéis niños en su nombre.